domingo, 27 de mayo de 2007

El ciego de la plaza

Hace frío y olor a yerbabuena.

La gente apenas para ya en la plaza para escuchar los cuentos del ciego que, entre temblores, busca bajo las galerías un abrigo.

La tabla laminada, que antaño era acosada por los ojos de los niños, ahora permanece tranquila, sumida en su niebla, quizá inventando nuevos cuentos.

El agua de la fuente está congelada, incluso detuvo su caída en ese borde quebrado, formando una lágrima de cristal.

Un ruido bajo las galerías.

El ciego intenta hacerse un ovillo para evitar la pérdida de calor y esconde su barba desarraigada bajo el cuello, como si fuera una bufanda, tal vez.

Calienta sus manos, oscuras y callosas con el vaho (siempre me ha parecido humo), que escapa de su pecho.
Me recuerda por un momento a mi abuelo.
De alguna forma, todos los viejos me recuerdan a mi abuelo.

Me veo en el salón de su casa, sentado en el suelo muy cerca de la chimenea ("échate atrás, que te vas a quemar") y el aroma del tabaco de pipa y la copa de vino sostenida por uno de los brazos del sillón, donde tras mirarnos a todos sus nietos, comenzaba a hablar.
Yo me daba la vuelta, con la cara enrojecida por el calor y miraba su rostro sonriente (enrojecido por el vino), y me disponía a devorar ávidamente ese cuento que estaba por comenzar.

Un ruido.
El ciego levanta su cabeza, estira el cuello como si fuera un perro de presa.
Sale de su refugio y se encamina hacia su tablón.
Veo las golondrinas piando donde hubiera haber crios.
Quizá el anciano también se esté quedando sordo y no distinga el silbido de los pájaros de las risas de los niños.
Deja su escudilla en el suelo, sin ninguna moneda y comienza a resonar su voz profunda, perfectamente modulada, hipnótica a los oídos.
(El Cid hace jurar a su rey).
Incluso los pájaros se callan y miran con curiosidad a ese hombre harapiento que gesticula tan rápido, que a veces brama y otras susurra.
Pero al segundo golpe del bastón, apuntando con total precisión sobre uno de los dibujos, los pájaros escapan, temerosos de que el tercer golpe se dirija contra ellos.
(El Cid parte al destierro)
Ciego y sordo, ni siquiera sabe que ni los animales le atienden.

Vuelvo a mi cabaña de campo, la voz de mi abuelo, (los moros abren un cofre y descubren que tan sólo hay piedras), el olor a pan tostado, Chico tendido sobre la alfombra, con sus grandes orejas, lamiéndole la mano.

(No son gigantes, señor, sino molinos de viento.)
¿Gigantes?, ¿cuánto tiempo he perdido sumido en mis pensamientos?
El ciego permanece solo, en medio de la plaza, en medio de la niebla.
(El Quijote derrota al caballero de Los Espejos).
En mis recuerdos, otro caballero rescata a la princesa Rapunzel, trepando por su larga melena dorada.
En la plaza, Sancho mira abatido la derrota de su señor a manos del caballero de La Blanca Luna.

El ciego tiembla, tiembla demasiado, comienzo a preocuparme y me dirijo hacia donde se encuentra.
A mi abuelo le tiembla la voz, y entre tosidos construye en nuestras mentes una casa de chocolate y caramelo.
Se desploma en medio de la plaza, corro a ayudarle, intento tomarle el pulso, pero tiene demasiada ropa sucia y desgarrada, aflojo sus botones, un olor acre asciende de su cuerpo, toco el cuello del ciego (su barba es cálida), está muerto.

Vuelvo a mi cabaña, acabo de despertarme y me dirijo al salón, a saludar a mi abuelo (él se levanta pronto), una tía llora en la puerta, ("no dejéis que entren los niños")
(Don Quijote muere en su cama)

Los cuentos también se mueren, han quedado esclavizados en paredes de papel, ya no vuelan con la voz de mi abuelo, con la voz de los ciegos, ahora los niños se asustan de esa cárcel encerrada entre dos gruesas pastas.
Y lloro mientras sujeto el cuerpo del ciego, de la forma en que me impidieron llorarle a mi abuelo. Y le imploro que siga narrando esas historias a los niños...
E insisto en que no pronuncie la palabra...
FIN

(Siempre se me anuda la garganta cuando leo este cuento. Quizá porque lo escribió mi hermano. Quizá porque habla de mi abuelo).

Color de cera

Tus huesos abrazan la piel
que tiene el color de la cera,
y se pierde y se pierde el aliento,
y te entierra, te entierra la arena.

Se hunden los pechos henchidos,
las lágrimas parece que pesan,
sobre un lecho de blancas flores
se marchita, marchita la arena.

Un nieto, de los veintiuno,
que dijo querer ser poeta,
no encuentra palabras sentidas
que escarben, que escarben la arena.

El marido por quien deshojaste
aquellas ciegas horas muertas,
dejó su perfume en el nicho
que llenan, que llenan de tierra.

(Siempre se me anuda la garganta cuando leo este poema. Quizá porque lo escribió mi hermano. Quizá porque lo compuso en el entierro de mi abuela).

2 comentarios:

Suntzu dijo...

Me han emocionado muchísimo los dos textos. Además, hoy llevo todo el día pensando en mis abuelos porque he ido a comprar algunas cosas al barrio en el que vivían y... El caso es que me han llegado al alma.
Caray con la vena literaria en tu familia...

UnaExcusa dijo...

¿Vena literaria? Mmm... yo creo que al final acaba saliéndote todo lo que mamas de chico...