No espío la felicidad de calabaza alguna, ni interpreto lo que desconozco (a quien desconozco), ni me importa saber o no saber, salvo hasta un punto. No la felicidad de la cabaza, sino la tuya. Soy explícita. O la suya (y leo porque me gusta lo que leo, y me gusta la manera de contarlo) en tanto en cuanto tenga que ver con la tuya y participe de ella. Más no. Lo puedes llamar espiar o lo puedes llamar asistir. Asisto -espío- los estados de ánimo, las canciones y las palabras rojas que escupe alguien que me salvó. El mismo con el que comencé a jugar una noche borde, a ver quién puede más y dice la burrada más gorda, hace más de seis años, en un bar que se llamaba La Vaca y que estaba en Melilla y ya no existe. El mismo que me escribía poemas donde todo era sorprendente y me hablaba, también con versos, de los amigos que se iban cuando quien abandonaba la ciudad -todas las ciudades- era yo. El mismo con el que me emborraché de Cune; el que asistió a mis cabreos por falta de pelas (y me los solucionó), por el paro, por las pérdidas. El mismo que me espoleaba. El mismo que lanza(ba) palabras como cuchillos. Al que dediqué un texto que se publicó. El mismo de Melilla, Badajoz, Sevilla, Lisboa. El mismo en Madrid.
El que ahora desconfía.
El que piensa que acecho.
El que supone que quiero su dolor.
El que opina que desgarraré la piel dañada que le pertenece.
El que no concede, al cabo de tanto tiempo, el beneficio de la duda.
El que duda de la trama con la que nos construimos, ambos.
El que cree que no hay interés. Que sólo es puro gusto de espiar -de asistir-. Para reír, quizá. O para yo qué sé qué.
El que no se lo creerá, porque es más cómodo el miedo y es más cómoda la rabia.
El que desconoce que, para mí, dos sólo es la suma de uno más uno. Individuos. Independientes. Imprescindibles. El que no lo sabe, a estas alturas.
El que me duele. El que consigue -a mí sí- desgarrar la piel y el corazón. Realmente. No con la suposición de lo que otra pensará, espiará, escribirá o señalará con el dedo.
El que se equivoca. De lleno y brutalmente. Nunca entré en ese juego: porque nunca lo hubo. El que no lo admitirá.
Para qué.