miércoles, 23 de noviembre de 2005

Dos más dos son cuatro hasta nueva orden

"Dos más dos son cuatro hasta nueva orden" es una frase famosa de Einstein, que era inteligente, y que sabía, porque luego lo institucionalizó Orwell, que dos más dos pueden ser cinco.

Hasta nueva orden el orden ya está establecido. Y lo está sin cauces preclaros que nos hagan comprender de qué manera uno puede asumir la disidencia, interiorizarla y sabérsela entera, porque a menudo el pensamiento está derrotado de antemano. Cuando no hay opinión pública, cuando no existe la crítica y cuando se confunde el respeto a expresar la opinión con el respeto a la opinión en sí, el problema es más grave que el que no haya una nueva orden que nos diga qué y cómo pensar. Durante mucho tiempo se pensó con esas órdenes. Eran los metarrelatos de legitimación de los que hablaba Lyotard, que dice que ya no existen: Dios, la razón, la imposición de un Dios como valedor de todos los valores, la tradición eterna y una razón que nos llevó a dos guerras mundiales, sobre todo a la segunda, y que ha desaparecido, fagocitada por un pensamiento único que no es tal porque le ha perdido el significado a las palabras.

Palabras que, durante mucho tiempo, fueron síntoma de orgullo para unos, para los que buscaban navegar contracorriente, fuera lo que fuese lo que significaba eso, siempre por debajo para poder acceder a la superficie y para enarbolar ciertas palabras con orgullo. Unas palabras que ya no existen o que existen de otra forma: progresismo, por ejemplo. Incluso facha, que también ha perdido el significado, aunque siga siendo una palabra que evoque conceptos negativos y no se haya desvirtuado tanto, más que por el abuso. Progresismo, izquierdoso, progresista o progre han derivado hacia su contrario, si las tomamos conceptualmente ahora, y en esa pérdida de significación estriba el triunfo de la derecha. En la desideologización. Porque no se trata sólo de que las grandes ideologías se hayan perdido, sino de que la política se ha convertido, para el común de los mortales, en portadas de un día, en titulares más o menos sugerentes pero que no duran nada, simples fogonazos, y ahí está su impostura. Los asuntos del pueblo interesan poco a un pueblo fragmentado no se sabe en qué ni en cuántos, la individualidad como medida de todas las cosas, pero no el hombre, en singular, tomado como los hombres todos, con los mismos deseos de avance y unicidad.

Así se han asumido las conquistas históricas y se las han arrogado movimientos, o corrientes, a las que no pertenecían. Conquistas que luego han desaparecido, ni se sabe cómo, y que son imposibles de recuperar. Tardaron dos siglos y se han desvanecido en menos de veinte años, como los derechos laborales: se abaratan los despidos, los contratos son cada vez más precarios y la forma de protesta más contundente, la huelga, es casi imposible de soportar por según qué economías. Lo único que puede asustar a un empresario es que su trabajador no tenga miedo a perder el empleo, pero ¿quién no tiene miedo hoy? Se nos educa en la cultura del terror y no sólo es que las palabras pierdan su significado, sino que hay palabras que no se pronuncian jamás y ese pánico a hablar se instaura en el resto de las órdenes. Por eso dos más dos son cuatro hasta que alguien diga lo contrario. ¿Cuándo? Ésa es la única pregunta.

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