martes, 15 de noviembre de 2005

Cásate conmigo

Ella estaba tan desnuda...
grandes árboles indiscretos
tendían al cristal sus ramas
con malicia, cerca, cerca.

Sentada en mi gran silla,
el cuerpo semidesnudo, ella trenzaba las manos.
Sobre el suelo de la estancia,
de gozo se estremecían sus piececitos tan finos.

Miré, color de la cera,
un pequeño rayo montés
mariposeando en su sonrisa
y por encima de su pecho como mosca en un rosal.

Besé sus finos tobillos.
Su risa dulce y brutal
se desgranó en claros gorjeos
alegres y cristalinos.

Los pies bajo la camisa
se escurrieron: “¡Estáte quieto!”
El primer atrevimiento
fingió castigar su risa.

Palpitantes bajo mis labios,
besé muy suave sus ojos:
ella reclinó su cabeza
delicada: “¡Ah!, mucho mejor...

Señor, debo decirle algo...”
Le arrojé el resto a su pecho
en un beso que le produjo
risas de consentimiento...

Ella estaba tan desnuda...
Grandes árboles indiscretos
tendían al cristal sus ramas
con malicia, cerca, cerca.

Primera velada. Arthur Rimbaud

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