domingo, 28 de octubre de 2007

Déjame entrar

Todos tenemos puertas cerradas.
Yo pido que me dejen entrar.
A veces entro sin permiso.




Quien entra en mí suele hacerlo de golpe. Suelo ser generosa en las palabras, salvo que tenga un mal día, porque se me da mal mentir y porque, aunque la gente, en general, me dé miedo, en particular suelen gustarme. Y me gustan personas de muy distinto tipo. Atraigo, además, a quien no habla, a quien no cuenta, a quien no se muestra. Me ha pasado siempre, no sé qué lo provoca y supongo que, si lo supiera, tampoco podría utilizarlo. Algunos de mis mejores amigos pueden dar fe: no son de muchas palabras, o de casi ninguna. Se me da mal, muy mal, hacer preguntas, salvo con Adúlter, al que escribo con signos de interrogación. Sólo soy cómica si me encuentro muy a gusto. Escribiendo no. No me sale. No sé si es estilo, que dudo mucho que lo tenga, o incapacidad (por eso admiro a Suntzu). Hablo mucho, o poco, depende del interlocutor. No digo demasiado. Así que no entiendo esa atracción.



Tampoco entiendo por qué me atraen a mí las puertas cerradas. Las personas que nunca te darán un abrazo; las que jamás te dirán te quiero; las que se cuidarán de demostrarte que les importas, si es que les importas algo -porque eso a veces no se nota: eso a veces hay que decirlo-; la gente a la que no verás, aunque llevéis hablando seis años, porque cumplen reglas absurdas, porque lanzan excusas que no se cree nadie, porque te atraparon con el primer mensaje y tú eres rápida y de efecto retardado y de las que te perderás el tono de la voz y la risa y un cine porque al final tú sólo eres lila sobre blanco y nada más (ni una sola cosa más). Por qué me atraen quienes son sólo privados, quienes lo transforman todo en privado y en silencio, quienes nunca te dejarán traspasar nada aunque tú te desnudes todas las veces, aunque no plantees siquiera el intercambio, pero lo esperes, ya sabes, por aquello de la reciprocidad. No es por el más difícil todavía: no suele atraerme lo difícil por sí mismo. Tampoco son ganas de sufrir, porque sufrir me gusta lo justo. Quizá no sea más que una broma: que sean capaces de contarte su vida todos, excepto justo aquellos de quienes quieres saberla más que nada. O que toda regla tiene una excepción que la confirma.


O que soy gilipollas, pero eso ya lo sabía.

El post viene de aquí.

Finales


Las historias se acaban. El mayor problema es decidir cuándo. Seguimos, a pesar de conocer el final, de saber la fecha exacta, de recordar la frase que las volvió del revés o que cambió el cien por un cero. A pesar de la autodestrucción (no debí confiar, no debí mostrar, no debí hacer); de la constancia, de las lágrimas, del miedo, de las oportunidades. Si el "no" ya lo tenemos, ¿deberíamos intentarlo? ¿Deberíamos seguir intentándolo? ¿Cómo se sabe qué importante eres para una persona, lo que significaste, lo que aún puedes ser? ¿Fuiste un buen rato delante de una pantalla, fuiste un polvo, o dos, apresurados, descolocaste su existencia? ¿Cómo se mide eso? Qué hacemos con el miedo a preguntar, a que piensen que somos demasiado insistentes, o que estamos demasiado desesperadas, o que tampoco fue para tanto, niña. Cómo guardamos las ganas de pedir, de escuchar una voz, de mirar. Cómo puede la petición no transformarse en exigencia. Cómo saber que no es demasiado tarde. Cómo saber cuánto tiempo tiene que transcurrir, cuando el otro se va, para dejar de desear que vuelva...

Este texto está dedicado. La persona a la que se lo he escrito ya sabe que es para ella. Y no: no habla de mí. Aunque también. Y no, niño: no eres tú.


El blog de Jotacé

Soy carne de cómic. Se lo debo a mi santa madre y a ser la mediana de dos hermanos. A la santa, porque, cuando teníamos que quedarnos en la cama porque estábamos malos (la palabra "enfermo" me suena a seria), nos traía a Los Vengadores, Spiderman y La Patrulla X, El Motorista Fantasma, Daredevil, Los Cuatro Fantásticos, El Caballero Luna, Capa y Puñal y Batman. Primero fue Marvel. Luego DC. No conozco nombres de guionistas ni dibujantes, salvo los básicos y me dan igual las guerras editoriales, pero los colecciono y ahí están, bien alineados, en varias estanterías de mi casa. Algunas de sus frases se han convertido en mantras. Estos días me repito una de ellas: "He estado peor. Y estaré mejor".

Hace algún tiempo, en uno de los comentarios del blog de Jotacé (en el que no suelo escribir mucho, porque yo cuando escribo pretendo una respuesta -que me parece que es lo mínimo que se despacha-) le dije que le escribiría un texto porque no sé dibujar. Cumple tres años. Es de los blogs más prolíficos que he encontrado por ahí y uno de los más creativos, divertidos e irónicos. Hay toda una legión de seguidores pasándole viñetas para que las analice y se ha convertido en referente. Haciendo únicamente cosas como ésta: descontextualizando.

Espero que no se canse nunca. Feliz cumpleaños, chaval.

jueves, 25 de octubre de 2007

Ésta fue mi casa

Allí viví yo. En el segundo piso, encima de los ventanales. Y me sentaba en ese balconcillo a hablar, por las noches, con mi compañera, una mujer menuda, es(tré)pitosa, apasionada, a la que le entraba el nervio a las tres de la mañana y con la que miraba la luna y el edificio de la UNED, con sus arcos ojivales y sus gárgolas.

Allí viví yo hace siete años. Me salvaron la vida tres hombres (un soldado, un sindicalista, un anarquista). Me llevaban diez años, los dos primeros, y dieciocho, el último. No es una frase hecha: me la salvaron de verdad. Hubo otros, porque en Melilla hubo mucha gente. Entre ellos, un tipo leal, con nombre de escritor, que me regaló el único anillo que no me quito jamás y la capacidad de no escuchar las habladurías que llevaran mi nombre. Pero también un periodista loco, que cruzó en coche el Parque Hernández y que me llamaba para ir a romper el ayuno en Ramadán. Y un chaval de quince años, internado en un centro de menores, con el que miré los dibujos que hacía la sangre del cordero en el sacrificio de Aïd El Kebir.

Melilla fue también un grupo de gente desperdigada, de amigos contingentes a los que da igual el tiempo que hace que no veas. Fue el descubrimiento, la madurez, el aprendizaje a base de problemas, problemas y más problemas, el desarraigo, la búsqueda, los amigos. Fue la supervivencia, porque es una ciudad sin ley y allí cada uno se hace las leyes como puede. Hubo otras ciudades después, pero ninguna que recuerde tanto como ella, ninguna que me haya conformado tanto -salvo Sevilla y quizá-, ninguna tan determinante. Porque allí estaban Ángel Castro y sus obras de teatro maravillosas para sus niños de La Salle; Vicente Moga pidiéndome libros descatalogados y el director de cierta institución, de la que no voy a decir el nombre, dando órdenes de que me llevaran a la Biblioteca para que cogiera cuanto quisiera porque era yo y le gustaba leerme.

Melilla fue el té con hierbabuena, que los cristianos no sabemos hacer; fue aprovechar el día de inicio del Ramadán para tomar, con dos amigas mías musulmanas, todo el cerdo y todas las cervezas del mundo; fue un niño perdido que siempre estuvo ahí en la sombra, para que yo me diera cuenta, meses más tarde, de que había estado ahí siempre, con los brazos prestos, el abrazo grande, el beso y la caricia; fueron los viajes de Los Cuatro Carreteros hacia los acantilados de plata de Aguadú, el lugar más hermoso de la Tierra, los cortados donde se matan los inmigrantes que llegan por mar o donde aparece algún cadáver de ajustes de cuentas de vez en cuando; fueron el faro del Hospital del Rey, los jeringos de Los Arcos, los desayunos en el Tropical Rudy; las tapas del Casino; el Palacio de la Asamblea y sus sillones; la frontera de Farhana y su hachís; las coreografías con Arwen en La Vaca; mil canciones que siempre me recordarán ciertos momentos; un mercado con especias olorosas y cien calles que no he vuelto a pisar.

Y ellos dos. Una vive ahora en mi misma ciudad. Otro está en Granada y ya he contado nuestra historia en este lugar. A él suelo verlo en las crisis, cuando acudo. Hace tres años que no ha hecho falta. De allí me los traje y se quedaron.

Hoy he visto la foto de mi casa y se me ha agolpado un año en dos segundos.

La primera imagen se la he robado a Arwen, que sí que ha vuelto a casa.


La otra imagen es de Ángel RM.

domingo, 21 de octubre de 2007

Este lugar

Así comenzó. Como una excusa, la que me hacía falta, para que me espiara una amiga que estaba lejos y que ha leído casi todo lo que he escrito alguna vez. Porque a mí nunca me ha gustado que me lean. Ni cuando publicaba y me paraban por la calle. Me da vergüenza, me da pánico. Por eso, durante mucho tiempo, ella fue la única que tuvo la dirección de este lugar.


Luego la publicaron por ahí y perdí, para siempre, los pudores y el anonimato. La añadí a dos perfiles, porque siempre me ha gustado mantener el control de lo que de mí se sabe, y seguí escribiendo.

Sigo hablando de lo mismo: de mí, que es lo único que conozco, porque yo no tengo teorías sobre casi nada ni recomiendo esto o lo de más allá, ni busco documentación como cuando escribía en foros de debate. Me sigue sirviendo para lo mismo: para que me espíen los que están lejos y para que sepan lo que no me da tiempo a contarles. Lo que me resulta curioso, y me sigue resultando curioso después de un tiempo, es la proliferación de extraños.

Siempre acabo preguntándome por qué.

(También acabo preguntándome por qué no dicen nada, pero ésa es otra historia).

viernes, 19 de octubre de 2007

Si no sabes, no lo hagas. Y no digas.

Habla pausado, se centra en una idea, las explica, las resume. Redes Cristianas invitó a Badajoz a uno de sus miembros, Juan José Tamayo, amonestado por la jerarquía de la Iglesia a la que pertenece y que intenta cambiar como puede y le deja Ratzinger, que es más bien poco, para que hablara sobre las creencias, las increencias, los movimientos religiosos y el diálogo social. Como esperaba, un lujo, un placer y enriquecedora. Lo que no había previsto es que me avergonzara tanto.

Qué mal hablamos en público.

A todos -o casi- les tiembla la voz; unos comienzan a hablar de su vida -"leo todo lo que cae en mis manos", se justificaba una: mujer, un poquito de criba nunca viene mal- y se lían en los argumentos. Otros insultan descaradamente o se ponen gallitos, usan un lenguaje tabernero o tutean descaradamente a un señor que ya no cumplirá los 60 y con el que no han comido jamás. A otros se les nota que se han dormido en medio de la charla, que han estado en otra parte o que no entienden el idioma, porque tergiversan frases y mensajes a su conveniencia. Nadie es capaz de formular una pregunta clara o de hilar tres ideas seguidas con un mínimo de coherencia, cuando no notas que les encanta oírse porque deben de pensar que sus pensamientos son originales y atrayentes.

Una pena.

Lo curioso es que, si se les pregunta, todos se considerarán más o menos cultos y jurarán ante el mismísimo diablo que son capaces de discutir sobre cualquier asunto. Enarbolan, como una verdad inmutable, que ésa es su opinión y tú tienes que respetarla por fuerza. Y, cuando les dices educadamente que ni de lejos respetas todas las opiniones -las hay asesinas, discriminatorias o directamente estúpidas- y que ni siquiera respetas el derecho a manifestarlas en según qué foros públicos, te tildan de fascistas sin tener idea de lo que significa esa palabra o te preguntan si estás en contra de la libertad de expresión.

Hay gente de todo pelaje por ahí. Ésos que te espetan que no leen -porque te lo espetan, todo ufanos- y de los que la desidia te hace callar que los consideras unos burros ignorantes. Pero, ojo, ellos han estudiado en la Universidad de la Vida -que vaya vida vacía y de mierda- y, merced a este título, se permiten el lujo de opinar de lo que no saben y de hablar "por voz de la experiencia". Desprecian a aquellos más cultos, porque dicen que lo aprendieron todo en los libros, como si ellos no te conformaran ni te construyeran, y eso se nota en todos y cada uno de los ámbitos de la vida, desde el público hasta el privado, de tal modo que la opinión de cualquier mindundi vale más que la de Kierkegaard.

Pero hay más: también están los que, en su afán de que se les considere críticos a ultranza contra todo y cualquier cosa, niegan cualquier autoridad y ponen al mismo nivel a Cervantes y Paulo Coelho o afirman, sin que les tiemble el pulso y sin que les dé vergüenza, que Ciudadano Kane y David Wark Griffith están sobrevalorados.

Decid que sí. Con dos cojones.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Caracteres

Confío del todo en poca gente y ni siquiera sé qué nos une. En pocos casos tenemos la misma sensibilidad, ellos lloran más que yo y sigo teniendo buena mano con los raros o los tímidos, que se me abren al primer vistazo. Puedo reconocer a quien me gusta en un minuto, pero con la misma rapidez desechar a alguien con quien pasé años, porque soy de efecto retardado y tardo en darme cuenta de las traiciones. A los 22 años me traumatizaron y, desde entonces, huyo como de la peste de los caracteres problemáticos y de quienes exigen pruebas de amor constante: un chantaje psicológico es la manera más fácil que alguien tiene de que yo no vuelva a saber de él en la vida (y en pocos casos me molesto en dar una explicación), porque soy una lapa pero sólo cuando me apetece (que puede ser casi siempre) y porque mis amigos saben que no llamo (casi) nunca y que pocas veces pediré ayuda aunque me esté consumiendo. También que no sé decir que no y que cuando paso mucho tiempo con una persona (salvo dos o tres honrosas excepciones) termino agobiándome y me encierro. Puedo cortar relaciones con la misma facilidad con que las construyo: el tiempo me ha enseñado que nadie es imprescindible pero hay quien me acompaña desde hace tres lustros a pesar de las ciudades, los cientos de kilómetros y los trabajos que me han hecho no vivir en el mismo lugar que mis amigos durante siete años. Supongo que ellos tienen más paciencia que yo, porque nunca fui una mujer fácil: tengo un carácter que uno de mis mejores amigos definió como primario a más no poder y estallo en cuestión de segundos, me disparo y vuelo. La razón se llama miedo, siempre se ha llamado miedo: esta incoherencia mía me vuelve sociable y desenvuelta aunque en realidad la gente, así, en general, me produce auténtico pánico. No hay una frase que diga que no la repiense luego diez mil veces, todos los días, y puedo pasar años -años reales- avergonzándome de un tono o de un comportamiento hasta que se vuelven fantasmas que me persiguen. Muestro el amor que siento a cada instante, salvo a alguna persona a la que no soy capaz de decirle te quiero, pero en mi fuero interno sé que no me apego a nada ni a nadie: puedo pasar meses sin ver a alguien y lo único que temo es que me eche la bronca por no llamar. No he encontrado aún a nadie que entienda que no me gusta el teléfono, que odio el teléfono, que si me llaman tres veces el mismo día, me parece que el aparatito no ha dejado de sonar en toda la tarde, que me vuelvo muda o irritable en una conversación que dure más de diez minutos y que es más importante el asco que le profeso al móvil (que encima tengo dos) que las ganas de hablar contigo.

A cambio, estoy disponible casi todo el tiempo, deshago planes según las prioridades, mimo, abrazo, cuido, visito periódicamente a los que están lejos, mi lealtad es a prueba de bombas y me interesará y haré mío todo cuanto seas.

Váyase lo uno por lo otro.


lunes, 15 de octubre de 2007

De conciertos y ambientes

El niño ríe y grita y salta sobre un pie y juega y se emociona y me regala -creo- un puñaíto de palabras. Le brillan los ojos y canta y deja cantar y le arropan los amigos. No fue perfecto, porque hay un teatro en mi ciudad con una acústica espantosa en el que se empeñan en hacer conciertos o porque algún duende de esos suyos jugó con el sonido. Pero había una niña que movía los brazos, dos amigas mías que saltaban, muchas miradas y, sobre todo, mucho asombro. Repetiremos, supongo.
Algún día hablaré del fenómeno fans.

domingo, 14 de octubre de 2007

Las reglas

Que no te tiemble la mano ni al borrar ni al escribir. Me lo dijo una de las personas a las que más admiro, cuando asumí la moderación de un foro conflictivo con múltiples trolls en el que cualquier debate se hacía imposible. Desde entonces, lo he cumplido a rajatabla, y no me tiembla.


Hace menos tiempo, me dijeron: no permitas que nadie venga a insultarte a tu casa. Y ésta es mi casa, como también lo es esta otra. Sigue sin temblarme la mano. No me muevo un ápice. No me gustan ciertas provocaciones. No las tolero porque tolerar, al fin y al cabo, es aguantar lo que no te gusta y yo no tengo edad ya como para aguantar nada. Aquí, no.

Me gustan los comentarios. Es más: me gustaría que la mayoría de quienes entran escribieran algo, porque echo de menos las palabras de cierta gente lúcida a la que conozco y de los desconocidos a los que nunca me han presentado. Me encanta discutir, adoro los matices, una buena conversación, un intercambio de ideas, escuchar o leer. Y con la misma intensidad abomino de los patios de vecinas y del cacareo.

Por eso, aquí, no.

Aquí no valen los insultos, ni las condescendencias baratas, ni las descalificaciones, ni las chulerías. Ni los ataques sumarísimos contra la que suscribe ni contra quien comenta. Los desequilibrios psicológicos y las frustraciones se ventilan en otras partes. Mientras tanto, seguiré pensando que ciertas intervenciones son basura y, como tal, han de ir a la papelera. La red es muy grande. Es tan grande que uno puede iniciar, en su blog, en un foro o donde le plazca, un debate sobre algo que se diga en esta página y, posiblemente, yo no me enteraré nunca.

Es decir: se permiten todos los comentarios. Hasta los anónimos (hay quien los restringe). Se responde a todos, o se intenta (por aquello de la retroalimentación y por no ser descortés). Y eso pese a que jamás me ha gustado dirigirme a alguien a quien no pudiera identificar con un nick. No se modera antes de que se publiquen: puedo encontrarme los insultos dos días después. Es mi manera de indicar que cabe todo el mundo porque, si no cupiera, haría un blog sólo para invitados. Reservado el derecho de admisión y santas pascuas. Pero me niego a pensar que la gente que entra aquí no es lo suficientemente adulta. Adopto en la red las mismas reglas que en la vida real y, como en la vida real, desarrollo mis filias y mis fobias.

Esto es lo que hay y es muy simple: no se admite publicidad, no se admiten comentarios ofensivos ni linchamientos. Son las reglas. Son mis reglas. Si no te gustan, te jodes.

Nadie te obliga a leerme.

Miranda del Castañar



He aprendido a distinguir cuáles son los boletus más ricos, a caminar por los pueblos queriendo mirar de otra manera, a descubrir cinco colores distintos en una hoja de vid y a saber cómo se cazan los jabalíes en plena sierra, saliendo a por ellos, bicharracos de más de cien kilos a los que se espera por la noche, sin luz y en silencio.

En Salamanca hay pueblos del siglo XII por los que pasa un río, con la plaza de toros más antigua de España, al pie de un castillo, y con una posada donde se escucha a los Niños de los Ojos Rojos y te hablan de una seta que en la Edad del Bronce servía para hacer fuego. En el Hostal Condado, que también es un hotel, Ángel y Nati te tratan como en casa y sacan vino a mediodía con chorizo y jamón propio, y cocinan tostones a la brasa y hacen una sopa de cocido que resucita a los muertos. Algunos sábados hay baile. Nosotros jugamos a las cartas y pasamos de hablar de Nessum Dorma y Otelo al gonzo, porque somos así de polivalentes. Por eso mi hermano menor toca la gaita en medio del pueblo, notas sobre piedra, y a la orilla de un río y yo echo de menos un papel y un boli, que es la manera que tengo de recordar más tarde la luz cayendo, las sombras, las inscripciones de las casas, el adobe y la madera, los paseos, un sendero con bayas, una alborada fresca y las ganas de hablar de cosas sencillas.


Las fotos son mías. La cámara no y por eso tiene esa fecha engorrosa que no me ha dado la gana de quitar porque no las he editado.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Escribir el miedo


escribir el miedo es escribir
despacio, con letra
pequeña y líneas separadas,
describir lo próximo, los humores,
la próxima inocencia
de lo vivo, las familiares
dependencias carnosas, la piel
sonrosada, sanguínea, las venas,
venillas, capilares

Lo escribió Olvido García Valdés y yo lancé una voz gozosa en mi trabajo cuando le dieron el Premio Nacional de Poesía. "La poesía sólo escribe el miedo", dijo una vez. Y que la atención, la paciencia y la violencia eran necesarias para ser poeta.

Yo escribo el miedo. Lo he escrito toda mi vida, desde que puedo recordar, porque escribo contra el miedo. Para ponerle nombre y para ahuyentarlo. No me sale demasiado bien.

Ahora tengo miedo de relaciones rotas, de que no me crean, de tensar las cuerdas.

Y ni siquiera sé cómo escribirlo.

Imagen de haciendo click.

jueves, 4 de octubre de 2007

Cultura. Educación. Políticas Sociales.

Los números siempre se me dieron mal. Los demás preguntan cuánto tiempo llevarán las obras, qué presupuesto se ha gastado en la programación de teatro, a cuántos profesores afecta la medida. No soy de temas de apertura: se me dan mejor los cierres. No me gustan las cifras porque no me cuentan la historia individual de nada: porque las magnificamos hasta lo indecible, porque sirven como pretexto y como excusa. Las veo innecesarias, salvo cuando se habla de corrupción, de robos, de pérdidas o de muertes. Porque a mí me interesa lo pequeño, eso que en teoría no le importa a nadie: alguien que consigue que sus alumnos aprendan qué bacteria es la que provoca el olor a tierra mojada, la restauración paciente de un cuadro, cómo viven los inmigrantes en un centro de acogida temporal, un concurso gastronómico de las amas de casa, la historia de un monumento.

No entiendo de arte ni de danza ni de teatro. De teoría literaria sé lo justo. De música, menos aún, y no digamos ya de cine o arquitectura. La memoria del CAP -Curso de Adaptación Pedagógica- me la suspendieron porque pidieron una valoración crítica y escribí diez folios hablando del penoso curriculum de Literatura en Secundaria (o cómo lograr que los alumnos odien la lectura de una vez por todas) y de que la integración quedará muy progre y muy maravillosa en un papel, pero que en la práctica no funciona. Mis alumnos de catorce años pedían silencio cuando yo recitaba a Pavese y disfrutaron más con los cuentos de fútbol de Galeano que con el Marqués de Santillana. Leímos a Olympia de Gouges, a Neruda, Ángel González, Florencia Pinar, Vallejo, Christine de Pisan, Cernuda y Celaya y pidieron "más poemas de esa gente", pero lo obligatorio era analizar la métrica de las serranillas.

Y dos cursos por debajo estaba Irene.

Irene, que con doce años escribía como Dios y a la que no me dediqué ni se dedica nadie, porque saca sobresalientes y en su clase había tres mataos que rompían los libros, corrían encima de las mesas y pasaban cinco horas diarias jugando a la Play Station. Cuando me largué, descubrí que ella (que devora libros, que me hizo llorar con un texto, que es callada, dulce, rubia, tierna y tímida) es, al final, la marginada del sistema educativo y de los esfuerzos.

No entiendo de cine, ni de literatura, ni de tendencias artísticas. Soy incapaz de decir si un cuadro es bueno y aún menos de explicar por qué me gustan una obra de teatro o una película. Sobre educación no tengo ni idea, a pesar de la trayectoria familiar y de que los adolescentes se me den tan bien como se me dieron en tiempos los yonkis. Y, sin embargo, son los únicos temas que me gustan. Cultura. Educación. Políticas Sociales.

La Conferencia de Presidentes, que la cubra otro.


Imagen de las ventanas: Darco TT

Imagen del aula: angelgriselectrico.

lunes, 1 de octubre de 2007

Encargos

Las historias de amor son todas curiosas. Algunas nos crean heridas que otros curan, pacientemente, aunque ellos no sean culpables del dolor. Otras van y vienen: comienzan cuando dos son pequeños, se acaban, pasan años y llega el tiempo del reencuentro y la alegría. De crear proyectos comunes, organizar una boda, elegir trajes, invitar a los amigos que están lejos y a los que han asistido diariamente a esta historia recobrada. Llega el tiempo de los nervios, de las dudas, de pensar si saldrá bien, de creer que saldrá bien. De saber que la otra persona es la correcta. Que el otro es tu idioma, tu patria y tu cuerpo.

No se puede explicar el amor. Las palabras tampoco bastan mucho. No describen la pasión, la felicidad, los cosquilleos en el estómago, ni la serenidad cuando ves a alguien y sientes que por fin estás en casa. No son suficientes para explicar por qué sabemos que podemos, que queremos, pensar en dos. Dejar de ser uno del todo para ser del todo de alguien. A pesar de las dificultades, de las crisis, de los mil problemas. A pesar, también, de las ausencias.

No sé si desear suerte. En una boda no se desea suerte. Sólo, quizá, que esto no suponga ningún esfuerzo. Que no haya que trabajar el amor, porque el amor no necesite trabajo. Que fluya solo. Que no desaparezcan las ganas de contar cada nimia cosa que ocurre. Que te puedas mirar en los ojos de otro, y reconocerte, y saber que eres mejor porque te miras con sus ojos. Que el otro te conforme y te complete y te construya. Que sigáis siendo dos, aunque seáis juntos. Que os apasione lo cotidiano: una puesta de sol, un libro, un paseo, un café con amigos, hacer un viaje. Que sepáis que el mundo es vuestro. Eso es lo único que puedo desear en una boda...

(Cariño, a ver si te vale, porque la verdad es que yo no estoy nada inspirada y escribir de amor se me da fatal).

Imagen de olvwu.