La Balada del Café Central
Hay cierta clase de gente que sólo sale por la Alameda y que la visita cuando quiere sentirse en casa. Hay prostitutas rubias de bote que enseñan las tetas a las siete de la tarde y esperan billetes para espantar el mono, y gorrillas que lanzan litronas para luchar por un terreno que no es suyo ni es de nadie. Están la estatua del maestro Caracol y el bullicio puntual del mercadillo, y la gente se ríe y habla, y hay espacio donde encender un fueguito, tocar el djembé, fumarse unos porros como un rito antiguo, detener el tiempo. Hay días en los que el cielo se te cae trozo a trozo y esa Alameda cabrona e inhóspita, comprometida y acogedora, es el único lugar donde todo se derrumba y se reconstruye, una y otra vez.
Los bares la escogen a una como la escogen quienes van al lado, bares para espantar el miedo, para huir de la lluvia, para reencontrarse. Bares que son capaces de engañar a esta sociedad prejuiciosa y conservadora, donde acuden gays y heteros haciendo rancho común, como si realmente estuviera cerca el día en que todos fuéramos capaces de 'entender' un poco mejor. El Café Central toca sus horas de retirada y los minutos de lucha por llegar a la barra o pillar una mesa y se escucha a Lenny Kravitz y a La Unión, que me traslada a los acantilados de plata de Aguadú en esta Sevilla que no tiene mar.
La Balada del Café Central sólo puede cantarse desde la distancia, bares que son otra ciudad, a unos pocos cientos de kilómetros, en un lugar que no elegiste y con locales asépticos sin camareros que sonríen, y sin mesas con gatos y sin algunas caras a las que quisieras ver más a menudo. Se entona bajito, sin conversaciones en corro, sin humo de hachís, sin aroma de vino, sin cuadros de caballos, sin amigos cerca. Esos amigos que esperan verte caminar de nuevo por la Alameda, de nuevo en casa.











